martes, 3 de junio de 2008

Simple (A Javier)

No tiene prejuicios, pareciera que sus ojos cobijaran una rebelde misantropía. Si bien está solo no es por el concepto que todos tienen de esa dolencia, es más bien por voluntad propia, allí la diferencia entre su corazón y el espacio que deja su propia sombra. Abre la puerta, cierra sus ojos y da un salto abisal a la cama, no sabe por qué, pero su cuerpo se descascara en mil formas que aun no comprende, y le pesa. La habitación parece tragarse el eco de todas las huellas que alcanzo a pintar en sus suelas, de todos los rincones que alcanzo a palpar con la lengua, porque les saborea, les enjuicia bajo las muelas como buscando habitaciones en una historia que no le pertenece, que se enreda en los átomos del viento, en las raíces de la tierra, en las palabras de los árboles cuando burbujean bajo la ropa. Sus brazos penden de la almohada, como buscando lo que oscila en los ojos del aire; la ventana ensucia sus oídos con una especie de cascada que baja desde la garganta de un zorzal y más allá las cortinas parecen despegar desde otra dimensión, una en donde esta vez es su cuerpo quien amarra las sílabas.

Las preguntas suelen ser sus compañeras de turno, las preguntas de todas las cosas que le duelen al mundo, de todas las voces que encierran todas las voces. Son una especie de laberinto hacia y desde si mismo, una especie de canal que le permite indagar en la esencia que nos deja ser humanos. Historias con lobos, historias sin lobos, al fin y al cabo el hombre cazándose en ausencia, el hombre aniquilando al cazador y la presa. Las respuestas, bueno, las respuestas suelen dejarlo lleno de mas interrogantes, son amistades peligrosas que desamarran la conciencia y la inconciencia de lo que emerge de sus viajes al panteón del descubrirse hombre. El zigzagueo de las horas entumece sus manos, duerme y es como si no lo hiciera, es como si aún estuviera con pluma en mano sacándole el jugo al libro que tiene en la cabeza y que pretende explorar la vegetación que crece en las orillas del pensamiento, en el límite que infringe el ser pero no el ser de estar.

Piensa en lo sordo que se ha vuelto, en los gritos que da sin preguntarse donde repercutan, donde se quiebren, donde aniden mas gritos, porque esa sensación de volcarse a lo que siente lo hace ser libre; detestarse en los otros, es la salida a tanto callejón, a tanto laberinto maniatado. Y da vueltas en la cama tratando de desamarrarse, de taladrarle al silencio lo que anuda la voz bajo el miedo y que se escapa. Abre los brazos, abre sus ojos tratando de despegar la mirada de ese lugar que no existe y que crea un rincón en sus pupilas, porque el día se presentía violeta, con esa canción de lluvia que cobija a las calles de vez en cuando, después que alguien encuentra el nombre de las cosas y las nombra, porque he allí el error, ya casi nadie las nombra. Gira su cuerpo en un afán caratulado inercia y se disgrega, dibuja con los dedos el aire, el vaho que se arremolina en la boca y da un salto al pasado. ¿Cuántas veces la misma fotografía?, -llegamos en el momento inadecuado- masculla entre sus dientes -falto pintar mas colores, y rayar mas muros y decirle a todos que el corazón madura en la espera-, pero esa espera de magnitudes, esa que cosecha pastizales en las postales de hace tanto, la que madruga en las palabras que no dijimos por conservar su savia.

Más allá susurran las sillas, grita el suelo sus viejos pasos, y no sabe, la piel le queda grande, como si dejar todo en el cajón del velador fuera una colisión a lo inhumano. No se sabe, pensó que el tiempo traería nuevos surcos, o incluso el viejo aroma de los libros que deshojaba en la memoria. Se sienta, sostiene entre sus manos la cabeza y solloza – tenias que aprender más, tenía que dolerme la vida para aceptarnos- se cae de su boca a pedazos, como haciendo eco en esa oscura grieta que se abre en el pecho a veces. Le cuelgan los abrazos mal dados, las despedidas a tientas, incluso los besos que se tallo en los labios. Se abraza las piernas como hacia de niño, cuando pensaba lo pequeño que somos en manos del espacio – tu nombre sabe a arena, el techo de esta casa se derrumba, pero soy yo quien logró cerrar las valijas- se dice y repite, mientras la sombra de una sonrisa se resbala en los bordes.

Brinca de la cama a asaltar la olla de tallarines blancos, no hace caso a su insipidez, de alguna forma cree que su mente sazona el desprecio culinario que se revuelve en la boca. Tararea una canción que ya ha escuchado más de diez veces, porque lo hace volar, y volar es verbo primario. Se ríe a escondidas de si mismo susurrando a ojos cerrados –si no sabes volar, pierdes el tiempo conmigo- bien lo decía Oliverio. Da unos pasos como bailando, como si se desligara de todo el tedio que maquinan los nudos en el bestiario del pasado, se acerca a la ventana, ojea al sol serpenteando entre la copa de los árboles, hace malabares entre sus dedos con un cigarro y observa solo el espacio, el fuego que da vida a todas las cosas, los quiebres que sufren en el después de un ahora. Enciende el cigarrillo, siente como de si mismo se abre una raíz hacia el cielo y se prende, se agita, se conmueve – todo es mas simple volando-.



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