domingo, 21 de octubre de 2007

Abismo



Está de frente y no te avientas. Todo el vaho se junta en la boca, dejando una sensación a vértigo que en el momento parece tensar los músculos, y no te sumerges. Los ojos se desorbitan, buscan horizontes más allá de la cornisa, de lo profundo que podría ser la caída, y aun así no te lanzas. El cuerpo es un imán, un imán de carne que se ata a la estela, a ese tremor que se arremolina en la epidermis.

Observas, desdibujas y al parecer la piel pretende extenderse para cubrirlo todo, para sentirlo todo, incluso ese -no se puede- destrozándola, esa especie de averno dentro, en las entrañas, digiriendo vestigios que ahora parecen calar argumentos. Los dedos se crispan, las caricias parecen etéreas y todo se reduce al tacto, a esa electricidad que surca al cuerpo, oprimiendo la pelvis, arañándote la espalda, adormeciendo a las palabras que se enredan en los dientes. Y ahí estás, frenando el impulso, la respiración agitada y el descontrol agolpándose a los huesos. El tocar sin siquiera tocarse, en otro plano, en algún espacio donde las cicatrices no existen y acabarse a miradas lleva a las manos.

No puedo – te dice, y sólo piensas en revertir sus palabras, responder a sus gestos, al comportamiento de sus hombros o al color que sube a sus mejillas mientras se muerde los labios, porque sabes que en algún espacio prohibido, sus manos se enraízan a tu torso y su lengua le hace morisquetas a tu cuerpo. Quédate- dices, ahora extendiendo los brazos para hundirte de una vez en sus formas, en sus maneras. Pareciera que el llanto se asomara, con ese rigor pétreo y gélido que lo gobierna, pero lo exilias, lo destierras, no soportarías desplomarte, desmantelar esa hipnosis, esa atracción casi haciéndolos colisionar. Todo calza- piensas-, su olor trepando tu cuello, alojándose en las papilas o sus ojos, escudriñando como dos lámparas flotantes cada recoveco. Quédate-repites, jalando de su abrigo, creando un magnetismo en el aire que enciende una revolución en las venas, una llama invisible que nace y muere entre ambos. Y se desdice el momento, se quiebra el cascarón de esa desesperación arraigada a toda esa adrenalina, a ese peligro de quebrarle las sílabas a todo lo que pulula en los pulmones, en el pecho, en la punta de los dedos.

Por más que batalles, la huella de su patria se envuelve en tus propias huellas, crea un hambre de tenerle en todas las palabras, de coger la correcta y amarrarla, esconderla para ti mismo, conservarla tuya, bajo la lengua, envuelta en lo que significa nombrarle en desventura. Y te aferras, le taladras su sombra a tus espacios, su oficio en el mutismo llenando la nada, tu nada, ese vaivén de templanza que trae pensarle, eso que recorre el organismo en un afán de eco: las heladas garras del recuerdo produciendo ya un dolor casi físico. Pero se escapa y no piensas aventarte. Es innecesario, la piel se descalabra, el tacto se aploma, dejando un hueco, un vacío que en si mismo es otro abismo, ilustrando el pánico, el estado del mundo que forma una especie de abandono, una fisura en la pausa, en el desafío que le hacías al tiempo.

Y aquí estás de nuevo, bajo el frío esqueleto, en la costumbre.


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