domingo, 18 de octubre de 2009

Fotografía.

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Daniela, por dentro, esta llena de puertas”

Jorge Drexler





Los muros siguen vibrando y el vacío en la habitación, se hace insostenible; incluso su voz ya no es suficiente. Frota una y otra vez sus pies, bajo las sábanas, tratando de alejar el frío de esas noches: esa ingrata sensación que le recuerda que bajo la ropa existe su piel, sus pechos, sus manos asperas frotando ambos brazos; como si buscara el recuerdo de alguien más, en algún escalofrío. Se acomoda un par de veces, hasta quedar boca arriba, observando las grietas del techo, las manchas de humedad del último invierno; cuando no dormía sola y el aroma a cigarrillo en la almohada, era casi un refugio. La música se vuelve más y más intolerable; se muerde los labios en señal de concentración, luego arruga un poco la frente, como tratando de analizar cada palabra, tratando de inventar cada rostro de la gente que, tras el muro, ríe a carcajadas. Se sienta en la cama, amarra sus piernas con ambos brazos y se vuelve un planeta impenetrable.

Existe algo en la oscuridad, algo que la vuelve mas liviana, que se esconde bajo el silencio y que le permite interpretar los colores, la estela de todo lo que a pesar de ser inerte, está en movimiento. Es así, como vuelve los ojos, de un lado a otro, repasa las imperfecciones de la mesita de noche, la tela rasgada de la lampara, o del cigarrillo a medio fumar que dejo abandonado antes de ir a la cama. Muerde un poco sus rodillas (le extraña lo salino que es a veces su cuerpo), trata de enfocarse en el cuadro que pinto hace unos días y que cuelga justo en frente de la cama, pero parece imposible. Trata una vez mas de detenerse en alguna conversación, alguna voz apacible que la haga aliviar la ansiedad de sentirse en abandono, ahí mismo, donde nunca estuvo tan sola, como cuando estaba acompañada.

Finalmente se levanta, da unos pasos hacia la ventana, observa como se detiene el mundo, como suceden las sombras, los motores oxidados, todo lo que colinda con el eco de sus días ajados y que precisamente en ese momento, le hundían el pecho. Pensó en vestirse (fue cuando acogió entre sus labios al olvidado cigarrillo) , en usar el vestido rojo que compro en una feria vintage por unos pocos pesos (lo encendió) , quizás adornarse el pelo con la flor que corto del patio de la vecina, pero la idea de huir de si misma, le parecía insoportable. Se sienta junto la ventana, sus piernas se ven más pálidas de lo normal, casi logra divisar los caminos que recorren algunas venas hasta sus muslos, donde desaparecen bajo la remera que trae por pijama. Sube ambos pies sobre la silla, como llevándose las piernas hacia el cuerpo, y piensa, y piensa, y piensa. Quizás es mejor morder las palabras que se quieren salir de los libros, quizás es mejor lapidar bajo la lengua, el nombre que no se permite pronunciar, quizás estar sola, significa estar con uno mismo.

Desde su ventana, la calle parece un caleidoscopio: las luces que coronan los cerros abren y cierran su boca, delinean las nubes que hace poco humedecieron las calles. Y aún puede oler la lluvia en la tierra, contar las gotas que resbalan en la ventana, incluso oír como cae el agua, en la esquina de la habitación, aquella gotera irremediable que le interrumpe a veces el sueño.

Escribe un par de garabatos sobre la ventana (después de dispersar su aliento sobre el vidrio), se sonríe levemente y trata de deshilar el quiebre que produce el eco por las noches; como, el zigzagueo de un par de tacones, que se escucha desde el otro lado de la calle, sonido que por un momento pretendió crear ella misma, desde otra vida paralela, desde el otro lado del espejo, en donde sube las escaleras, camina gatunamente por el pasillo y termina golpeando la puerta, después de acomodar la boquilla del cigarro y de paso arreglarse las medias.

Existe una palabra, bien al fondo de todas las cosas, una especie de quemadura que nos duele, e incluso a veces, nos eleva, allá donde uno se desconoce y emprende el vuelo al mismo tiempo. Precisamente allí estaba inmersa, en esa sensación a la deriva que le da el imaginarse desde otra orilla, deshabitada, fría e impenetrable. Cerró las ventanas, y le siguió el juego a la conciencia, de vuelta otra vez en la cama, esta vez desparramada, como si hubiera caído desde el cielo del apartamento, se imagino a si misma, entrando a esa fiesta, con algo más que su sombra.